jueves, 12 de julio de 2012

Visiones retrospectivas. Un emblema soriano: la iglesia de la Virgen del Mirón


'Porque ha dicho que no hay mejor Virgen que la de Hinodejo, cuando aquí tenemos la del Mirón. La cual no tendrá tantos devotos como San Saturio, pero cuenta con una capilla hermosa, dorada y reluciente. Y cada cierto número de años, la sacan en procesión, y...
LABRADOR. (Con sorna). ¡Je!, ¡je!, la sacan en procesión. (Al peregrino): ¿Y sabe usté lo que cantan?, que yo acerté a estar en una de esas procesiones.
PEREGRINO: Himnos hermosísimos, sin duda...
Yo. No son himnos, sino coplas, pero no hay agravio ni deshonra en ello. Una copla que se canta a las mozas de las ventanas y balcones, que dice:

Vosotras, las del balcón,
ya sus podíais bajar
y dir en la procesión
como vamos los demás.

Es copla inocente y graciosa, y ningún mal veo en ella.
LABRADOR: Bueno, pues cante la otra, que tiene más miga, y ya verá el señor peregrino cómo son estos sorianos, que no tienen respeto a nada. O, si no, la cantaré yo, no le vaya a dar vergüenza.
Yo. (Muy gallo). ¡Qué ha de darme vegüenza!. Aún tiene más salero que la otra. Es así:

Virgen, Virgen, Virgen, Virgen,
Virgen Santa del Mirón:
Tú eres la única doncella
que vas en la procesión.

LABRADOR: ¡Eh!, ¿qué tal le parece, señor caminante?.
PEREGRINO: ¿Nos tomamos otro vasito?.
Yo. No, que se me hace tarde y tengo que ir hacia la ermita. Bueno, ¿qué nos dice?.
PEREGRINO: Que yo me marcho. No me ha gustado nada lo de la Virgen de Hinodejo, ni las coplas de la del Mirón. Son ustedes muy especiales y tienen muy poco respeto. Vaya, señores, poquito a poquito, me voy hacia Madrid. (Vase)' (1)

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De su primitiva fábrica, no conserva nada, a excepción de algunas leyendas marianas medievales, que explican la aparición milagrosa de la talle y el origen del santuario en el que se la venera, así como también alguna coplilla maliciosa -como la consignada por Gaya Nuño- que viene a demostrar que no sólo Calatayud tiene a su felón y a su Dolores. Pero aún así, no obstante aceptando de antemano su excesivo barroquismo -en la línea churrigueresca, que tanto criticaba Gustavo Adolfo Bécquer-, la iglesia-santuario de Nª Sª del Mirón expone una serie de curiosidades, no exentas de interés para todo aquél que busque el misterio que, aparente e inocentemente se esconde en el Arte, sin importar la época ni tampoco el origen de unos artistas, de señas de identidad generalmente anónimas.
Dejados a un lado, pues, los escrúpulos culturales -que miden y clasifican con su frío racionalismo científico el mundo de las Musas- y las maliciosas jocosidades -que muchas veces ofenden sin necesidad- tal vez haya quien se sorprenda al observar, por encima de su masónico pórtico de entrada, una imagen virginal protegida por una gran concha marina. Seguramente, la imagen, en su conjunto, le resulte familiar, y no tarde mucho en echar mano de esa tabla salvavidas, que es el mundo de las comparaciones, y pensar en uno de los más grandes artistas del Renacimiento italiano y en una de sus obras más genuinas y universales: el Nacimiento de Venus. ¿Nos encontramos ante una referencia pagana, piadosa y cristianamente enmascarada, a cuyos pies, en la actualidad, se refugian y en ocasiones hasta anidan palomas y gorriones?.
Partiendo de esta base, de que el Arte generalmente es un gran cómplica de todo tipo de ideas y filosofías heterodoxas, la aventura comienza apenas se traspasa el umbral. Porque el Mirón, como muchos otros templos, es un pequeño museo en potencia, que amontona piezas de valor y rareza singulares, en todos y cada uno de los recovecos que conforman su geométrica estructura. La primera prueba de ello, la tenemos en los laterales de la nave, sobre cuyas paredes, envueltas en halos de penumbra, se vislumbra la flor y nata del santoral hispano, quedando recogida con concienzudas muestras de selección: Juan el Bautista, San Francisco de Asís, la extraordinaria mística del Siglo de Oro, Santa Teresa de Jesús, y María Magdalena, entre otros, comparten protagonismo y atributos simbólicos con escenas mitraicas como la adoración de los pastores, allá, en aquél inocente pesebre del Belén del siglo I, y el gran mito hispano por antonomasia, que hizo de Santiago el general Matamoros que comandaba las vanguardias cristianas embebidas de gloria y Reconquista. Esta escena, sin duda choca con la curiosa imagen de un arcangel San Miguel, doblegando con saña a un vencido diablo. Pero si nos fijamos en el arma que porta -no pequeña, precisamente- y que levanta amenazadoramente sobre la cabeza de éste, seguramente nos preguntemos por qué el artista cambió la tizona cidiana por la cimitarra árabe, precisamente aquél tipo de arma empuñada por los infieles para decapitar cabezas cristianas. Algo más allá, San Antonio sostiene en brazos a un Niño Jesús que, a diferencia del halo santífico del célebre abad, tiene su cabeza coronada por un nimbo crucífero que guarda en su interior una curiosa cruz de color rojo y brazos patados.
Más grata, quizás, por su extraordinaria rareza y también porque de paso acalla otras tantas lenguas viperinas dispuestas siempre al chiste fácil, resulta la visión, de cuerpo entero, de maestro y discípulo que, generalmente, suelen ser representados de cintura para arriba: San Saturio y San Prudencio. Se hallan éstos, próximos al altar, emparedado por un rocambolesco Retablo Mayor, barroco, por supuesto, en cuyo centro impera la figura, probablemente gótica, de los siglos XIII-XIV, de la milagrosa Virgen del Mirón. ¿Cómo se explica, entonces, la presencia, en un discreto lateral, de una auténtica Virgen Negra, como es la extraprovincial Virgen de la Soterraña? (2).

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Por el contrario, por el otro lateral se accede a la sacristía, y también a una pequeña sala donde reposa, colgada en la pared, una auténtica joya cultural, como es esa historia muda, conformada por símbolos -no olvidemos su carácter ancestral, ni tampoco el alto nivel de alfabetismo que nos ha caracterizado hasta tiempos relativamente recientes- que describe las circunstancias históricas y milagrosas del lugar. También cabe destacar un pequeño cuadro, de época, que expone uno de los milagros atribuídos a la Virgen del Mirón: la caída del andamio de uno de los albañiles. Símbolos y albañiles, una antigua, antiquísima asociación.
Pero llegados a lo que fue en tiempos el hogar del párroco, tal vez nos llame poderosamente la atención la auténtica reliquia conformada por esa impresionante chimenea de hierro repujado, fabricada en 1791, que puede que nos recuerde -acudamos otra vez al oportuno mundo de la asociación- por sus dimensiones y los rostros infantiles esculpidos en ella, a aquélla otra no hace muchos años utilizada por el director Jan de Bont como parte del mobiliario embrujado de terrorífica película The Haunting (La Guarida).
Estos son sólo algunos de los interesantes detalles que pueden deparar que una visita a la iglesia de la Virgen del Mirón, se convierta en un agradable paseo cultural. Otros, que los hay, conviene no revelarlos en honor a la prudencia. Y además, ¿qué gracia tendría acudir a tiro fijo, sin dejar un pequeño margen para la sorpresa?. Y no obstante, aún queda un pequeño detalle, que quizás pueda interesar:

En primera persona: ¿un milagro moderno en el Mirón?

Nunca se sabe. ¿Milagros?, ¿casualidades?, ¿orden en el caos?. ¿Existe una inteligencia derás de hechos, aparentemente fortuítos, o todo se reduce a ese incierto universo de las casualidades?. Que cada uno saque sus propias conclusiones. Pero lo que sí puedo decir, es que en la vida de Iluminada Mozas, pocas cosas, a su juicio, están amparadas por el azar.

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(1) Juan Antonio Gaya Nuño: 'El Santero de San Saturio', Editorial Espasa Calpe, S.A., Colección Austral, 4ª edición, 3-XI-1999, páginas 123-124.
(2) Esta Virgen de la Soterraña, tiene su santuario en el monasterio de Santa María la Real, en Nieva, Segovia. Como dato anecdótico, añadir que también se la venera en la iglesia de Santiago, en Puente la Reina, Navarra, existiendo a través de su culto, un hermanamiento entre ambas ciudades.

lunes, 2 de julio de 2012

Reliquias románicas de Calatañazor: la ermita de la Virgen de la Soledad



'Mitología: conjunto de creencias de un pueblo primitivo referentes a su origen, su historia antigua, sus héroes, deidades y demás, que se diferencia de los relatos verdaderos que se inventa ese pueblo más tarde' (1).

Hablar de Calatañazor, es hablar de Historia. Una Historia antigua, quizás desconocida en esencia y desde luego incierta que, de hecho, se podría suponer que fue moldeada en las ardientes fraguas saturnales que calzan las pezuñas de los desbocados caballos del mito y la leyenda. De una época mágica, sin duda, que se gestó siglos después de que pelendones y romanos intercambiaran hachazos en el nombre de unos dioses que ya comenzaban a ser viejos en un mundo predestinado a un apocalíptico choque de civilizaciones. Un pueblo que embruja, atrayendo siempre al visitante con el encanto de su ancestral medievalismo, donde a la belleza de unas casas de adobe, piedra y madera que parecen mantener un precario equilibrio cuesta arriba, se unen, como fantasmas encadenados al lugar, recuerdos fragmentados de una época oscura, legendaria y sobre todo épica.
Aún resuenan, allá, en lo más alto de las melladas murallas de su derruido castillo, las voces frenéticas de la retaguardia de un ejército sarraceno que regresaba a Medinaceli después de arrasar La Rioja y desmochar los sagrados muros de San Millán de la Cogolla, alertadas por el grito triunfal de la vanguardia cristiana, mandada por el conde Sancho García -hijo de García Fernández de Castilla- mientras Almanzor, el azote de Dios, agonizaba sobre la silla de su caballo. Corría el mes de julio del año 1002, y aún los templarios no habían nacido ni siquiera como proyecto de Orden. Lo digo porque cabe la posibilidad de que todo aquél que ascienda por la calle mayor de Calatañazor y entre en esa iglesia con aspecto de fortaleza, que es Santa María del Castillo, se deje seducir por las historias del custodio sobre sus tumbas, ocultas en lo más profundo de una cripta que constituye todo un misterio. Lo que sí es histórico, y digno de tenerse en cuenta, aunque muchos pasen a su lado y no reparen en ello, es ese curioso escudo que muestra cinco mujeres enfundadas en un vestido que parece semejar una vieira peregrina. Un escudo de raíces ancestrales, que se puede localizar también, y por partida doble, en el interior de la Colegiata de San Pedro de Teverga, en Asturias, y que pertence a los Miranda, parientes de una de las familias más antiguas del Principado de Asturias: los Quirós (2). Un escudo que, aunque no lo parezca, resume uno de los grandes mitos de la Edad Media: el Tributo de las Cien Doncellas. Tributo de vergüenza, de sometimiento y esclavitud al invasor moro y un oprobio para la monarquía asturiana, en la figura de su rey Mauregato. Mito que, de hecho, se extendió por los diferentes reinos cristianos, a medida que avanzaba la reconquista, recogiéndose, entre otros, en lugares como Carrión de los Condes o Villalcázar de Sirga.
Podrá el visitante, también, quedar deslumbrado con ese curioso Cristo gótico crucificado sobre una interesante cruz de gajos, o con las tallas, la más antigua en un pésimo estado de conservación, de la Virgen del lugar, la Virgen del Castillo. Pero es seguro que regresará a casa, quedándose con las ganas de acceder a esa solitaria ermita, situada al comienzo del pueblo, a pie mismo de esa carretera que cinco kilómetros más adelante desemboca en Muriel de la Fuente y ofrece la posibilidad de contemplar una alucinación natural única: el nacimiento del río Abión, más popularmente conocido como el Ojo de la Fuentona. Una ermita construída fuera de las murallas -como esa curiosa ermita de la Virgen del Val, fuera también de las murallas de la villa de Atienza, que muestra en su portada una versión de la vida descarriada y licenciosa en las figuras de sus contorsionistas- que aún muestra en su ábside, elementos de curioso interés, para todo aquél que se detenga un momento a contemplarlos. Rostros y usos de la época, incluído ese de rasgos netamente negroides, situados junto a figuras monstruosas -de esas que tanto despreciaba Bernardo de Claraval- y elementos netamente simbólicos, como el perro, compañero de esos enigmáticos santos de los caminos de los que quizás el más popular sea San Roque, o el lobo, animal emblemático de las hermandades de canteros que cincelaron en la piedra extraordinarios conocimientos de una perdida sabiduría; o esa serpiente, que forma con su cuerpo enroscado una espiral, símbolo no sólo astronómico, sino también universal. Y quizás, se deje llevar por la tristeza al contemplar ese pantocrátor incompleto, donde faltan dos de los símbolos de los evangelistas...
A veces no es difícil preguntarse por qué esa negativa a dejar que la Cultura fluya; por qué no mostrar a los demás aquello que debe de proporcionarnos orgullo; por qué permitir que nuestro Patrimonio languidezca tristemente en el olvido. He conocido muchas ermitas e iglesias, en mis ya largos recorridos, pero no recuerdo haberme encontrado con una que haga honor a su nombre como ésta: de la Soledad.
Ya sabes, amigo/a que un día desees pasar un agradable rato paseando por un pueblo con sabor y tradición. Cuando la veas, ahí, incombustible y solitaria al pie de la carretera, no pases de largo y detente unos minutos a mimarla: tal vez te cuente algún secreto que te alegre el día. Y después, si la crisis no lo impide y el negocio tampoco, detente unos minutos y repón fuerzas en La Casa del Cura. Y si te acercas en época estival, no lo dudes, acércate hasta las melladas murallas del castillo al atardecer y verás al sol cubriendo de sangre los campos de alrededor.
Calatañazor no sólo es Historia -o propaganda histórica, que los cristianos pronto aprendieron a valerse de ella- sino también Leyenda. Una Leyenda, que merece la pena descubrirse. No en vano allí, Almanzor perdió su atambor.

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(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, octubre de 2007, páginas 329-330.
(2) Aunque existen varias versiones, quizás la más tradicional sea ésta: 'Antes que Dios fuera Dios / y el sol diera en estos riscos, / los Quirós eran Quirós / y los Garridos, Garrido'. Esto ofrece una idea de antigüedad de esta familia y su notable intervención en la formación del Reino de Asturias y el posterior periodo de la Reconquista.

lunes, 11 de junio de 2012

Una sugerencia para la aventura: la fortaleza califal de Gormaz


'Del Duero en la diestra orilla,
hay una ciudad de historia
que lleva por nombre Soria
y es orgullo de Castilla...' (1)

No cabe duda de que, aún vista así, con los lienzos hundidos y mellados de sus murallas, humillados frente a una erosión en la que las inclemencias del tiempo no han sido tan extremas como el calamitoso abandono y olvido de numerosas generaciones que crecieron y vivieron al cobijo de su sombra, la fortaleza califal de Gormaz continúa ejerciendo una curiosa fascinación, siendo, a la vez, el más soberbio exponente de todos aquellos baluartes que conformaban una soberbia línea defensiva que se extendía por la denominada frontera del Duero.
Por debajo de ella, y prácticamente una gran desconocida hasta la última edición de Las Edades del Hombre celebradas en la provincia, la humilde ermita de San Miguel oculta un maravilloso tesoro con las pinturas de su interior, donde se aprecia la misma escuela -y hasta es posible que la misma mano- que convirtió la espiritualidad en Arte, legando otras dos auténticas maravillas, como son la ermita de San Baudelio de Berlanga y la de la Vera Cruz, en Maderuelo.
De paso, su cercanía a El Burgo de Osma y también a un lugar atractivo, legendario y emblemático, como es el Cañón del Río Lobos, puede hacer que un fin de semana se convierta en una genuina e inolvidable aventura.
Como curiosidad añadida, se recomienda ver el estupendo trabajo en 3D de la ermita de San Miguel, en el blog amigo de La Torre de Morales, cuyo enlace os dejo a continuación:



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(1) 'La Virgen de la Llana y el cautivo de Peroniel, leyenda religiosa tradicional e histórica descriptiva de Soria y su tierra, escrita en verso por D. Juan Martínez Liso, Madrid, 1901.

domingo, 13 de mayo de 2012

Soria y Armentia; Maestro y Discípulo: San Saturio y San Prudencio


'La tradición tiene fuerza de argumento y en ella se apoya la memoria que tenemos de San Saturio. Del mismo modo que un árbol sin raíces no puede tener vida, un hombre sin memoria no tiene historia. Nuestra devoción a San Saturio tiene sus raíces en la tradición y su localización en la cueva de Peñalba...' (1).

Hace apenas unas semanas, aprovechando un puente de mayo en el que la lluvia más que una constante, se convirtió en una celosa compañera de camino, tuve oportunidad de ampliar horizontes, viajando por los intrincados caminos de una provincia espléndida, pero hasta ese momento por completo desconocida para mí: Álava. En la ruta, figuraban un notable número de lugares interesantes y muchas fueron -deo te gratias, Magister Alkaest- las maravillas que retornaron conmigo, ocupando en la actualidad un eminente lugar no sólo en un archivo foto-videográfico que últimamente ha sufrido un auténtico cataclismo, sino también en ese entrañable lugar en el que aparcamos siempre, seguro que para ser descorchados como el mejor de los vinos, cuando la ocasión lo requiere: el baúl de los buenos recuerdos.
Uno de esos lugares, absorvido en la actualidad por una ciudad, Vitoria, que extiende sus tentáculos como un incontenible kraken, era Armentia. Armentia, tiene un significado especial y está íntimamente ligada a Soria, puesto que de allí procedía ese peculiar personaje, que ha quedado ligado a la historia y vida del Patrón soriano: San Prudencio. En ésta basílica -perdón, en el vídeo por error he puesto colegiata- que recientemente ha vuelto a los titulares periodísticos, pues en ella se han celebrado los funerales por el alma de Juan Urdangarín, recientemente fallecido, reposan los restos de este discípulo aventajado, que fue obispo de Tarazona y vivió unos años determinados en una de las cuevas que componen las entrañas de la ermita soriana de San Saturio.
Si Saturio es Patrón de Soria, San Prudencio lo es de Álava. Y en cuanto a la imaginería popular, durante mi visita a la provincia alavesa, pude percatarme, también, de un detalle singular, que a lo mejor interesa conocer: siempre presente, en la mayoría de los casos, de igual manera que a su Maestro, a San Prudencio se le representa también en forma de busto. Esto se puede apreciar, sobre todo, en uno de los santuarios más significativos de Álava: el Santuario de Estivaliz.
En fin, he creído conveniente presentar también este lugar, la Basílica de Armentia, porque durante mi breve estancia allí, no podía, si no pensar en Soria, y en los vínculos de unión, que en ambas figuras -al menos, una de ellas históricamente comprobada- conforman un alfa y omega espiritual, difícil de romper.

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(1) Don Carmelo Enciso Herrero, para el prólogo del libro de Javier Herrero Gómez, 'Ermita de San Saturio 1703-2003, Excma. Diputación de Soria, 2003, página 15.

viernes, 4 de mayo de 2012

Cosas que encontré en el Baúl de los Recuerdos


A veces es bueno recordar, detenerse durante unos minutos a meditar, y dejar que la mente, cuando no el corazón o el alma, abran con cierto disimulo ese entrañable Baúl de los Recuerdos que todos llevamos dentro. Hace algún tiempo, aprovechando esa llave tan particular que es la Melancolía, pensé en Soria -en realidad, pienso en Soria muy a menudo- y al instante, como esplendorosas estrellas fugaces cruzando raudas ese horizonte crepuscular que envuelve al mundo de los sueños, tres nombres tomaron forma en mi memoria, con la fuerza irresistible de su ancestral y misteriosa belleza: los Arcos de San Juan, San Baudelio de Berlanga, y por supuesto, ese viejo Duero que atraviesa Soria con su eterna canción, formando un arco de ballesta sobre el promontorio en el que se levanta la no menos entrañable ermita de San Saturio.

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Insisto. Dicen que recordar es vivir. Tal vez yo viva recordando; y lo haga, siendo plenamente consciente de que estas líneas que ahora escribo, no serán, sino pasado en el mismo momento en el que la pluma ponga el punto y final a la presente entrada. ¡Qué paradoja!. Tal vez tuviera razón Borges cuando decía que la lluvia ocurre siempre en el pasado. Y el que escribe, aunque sea por afición, de alguna manera, también es alguien que lo hace en el pasado. Esto me recuerda, por cierto, que se acerca otra fecha que memorizar; una fecha entrañable para el que suscribe; una fecha, que implica una onomástica; un momento feliz, en el que este blog cumplirá cinco años de edad. Cinco años de existencia de un blog implican, no obstante, también, un cierto grado de vejez; un cierto estatus de experiencia, que aconseja ser más comedido, profundizar aún más si cabe en los detalles y plantearse nuevos retos para el futuro. Y aceptar esos retos, significa, de hecho, buscar más allá de lo conocido, apuntar hacia la línea de horizontes nunca hoyados y dejarse llevar por magias nuevas.

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Por eso, quiero aprovechar la ocasión y rendir un merecido homenaje a estos lugares, que fueron los primeros que conocí y que, de hecho, me hicieron soñar. Como un sueño, gracias a ellos, Soria adquirió, aún más, si cabe, un lugar privilegiado en mi corazón. Pero para que un sueño sea completo, es necesario hacerse eco siempre de los sabios consejos de aquellos excelsos poetas que lo tuvieron antes que tú, y mochila y equipo fotográfico al hombro, no olvidar nunca que...

'Caminante, son tus huellas el Camino y nada más;
Caminante, no hay Camino: ¡se hace Camino al Andar!...' (1).


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(1) Antonio Machado: 'Cantares'.

sábado, 10 de marzo de 2012

Momblona

Opinaba Bierce (1), que el recuerdo es el mayor lujo de los desafortunados. Supongo que, de compartir tal aseveración diabólica, tendría que considerarme lo suficientemente desafortunado, como para no darme a mí mismo la oportunidad, o mejor dicho, el lujo de recordar un camino que se perdía en mitad de unos campos, cuyas tierras semejaban unas mejillas femeninas sonrosadas frente a los piropos de un sol que, aún campeador en el cielo del mediodía, cual incombustible Cid castellano, no terminaba, sin embargo, de encontrar unos versos lo suficientemente galantes como para llegar a sonrojar. Atrás quedaba un pequeño cementerio, de paz intachable, adosado a una ruina románica cuyas piedras, al menos las que no se utilizaron como cantera excepcional para los pueblos de alrededor, servían ahora de solaz de recuerdos y misterios. Tampoco puedo achacar a la casualidad, y por eso no me extraño, que el frío cumpliera con absoluta garantía su función disuasoria, pues ni siquiera las lagartijas se atrevían a corretear por las piedras. Y es que, aunque parezca una estupidez, se me hace extraño no ver uno de estos pequeños reptiles trepar con alegría por un ábside milenario cuando los rayos del sol convierten en mechones de oro la rugosa superficie de sus ancianos sillares. A veces me pregunto, observándolos, si quizás estos simpáticos animalillos no sean apaces, si no de leer, al menos sí de llegar a comprender el lenguaje del alma de las piedras, pues en el fondo, son más fieles y respetuosas con ellas, que aquellos que nos vanagloriamos de quererlas, e incluso también, a veces, de entenderlas.

Resulta difícil, por otra parte, precisar de dónde procede exactamente el vocablo momblona, que proporciona el apellido a un pueblo que, a juzgar por algunos detalles, debió de ser galante en tiempos. Ni siquiera José Luis Herrero (2), es capaz de ofrecer algún atisbo de coherencia en tal sentido, y se limita, prudente, a situarlo en el limbo de los nombres de difícil interpretación. Y yo me pregunto, ¿no podría ser que tuviéramos aquí un monte blanco, un montblaune, quizás relacionado con las cabalgadas por la zona de Bertrand Du Guesclin y sus famosas Compañías Blancas, que en tiempos se enseñorearon de lugares cercanos, como Morón de Almazán?. En el fondo, tanto dá, en realidad, pues para el propósito de esta entrada, basta, en principio, imaginarse una calle principal que desemboca en una ancha plazuela donde una imponente parroquial, ajena a sus humildes antecedentes románicos, si alguna vez los tuvo, eleva torre y planta hacia el cielo, como un símil de Babel en cuanto a estilos se refiere. Un detalle peregrino podría ser ese crucero de piedra, que valiéndose de un soporte escalonado, simula un monte del gozo, o monxoi, aunque ningún peregrino haya depositado, piadosamente en ella, una piedra o una vieira como testimonio de su paso u ofrenda de buenaventura para el camino aún por realizar.

Verde, como el color de la esperanza, es el frontón que aprovecha parte del cercado de piedra que circunda la iglesia y que desmerece -es sólo una opinión- el plano de un recinto sacro, en cuyo pórtico principal, tradicional y neoclásico cuando menos, alguien conjugó los principios básicos de la geometría sagrada con las formas tradicionales utilizadas por la masonería en sus rompecabezas iniciáticos: el círculo, pues, el cuadrado y el rectángulo, forman en ésta portada, un genuino mandala salvaguardado por la simbólica e indispensable presencia de dos columnas salomónicas, émulas de las míticas Hakim y Boaz. Una iglesia que, dicho sea de paso, se convierte en un imaginario Axis Mundi, o centro primordial, sobre el que convergen casi todas las calles, sin importar lo cerca o lejos que te encuentres, o la dirección desde donde miras: si no se vislumbra parte de la nave, siempre se encontrará el norte con ayuda de su torre.

También, como casi todos los pueblos, aquí, en Momblona, pasado y presente recuerdan la dramática circunspección de los geniales personajes de las obras de Dickens. No hay papeles, ni siquiera un remedo de Club Pickwick donde recabar información y terminar siendo partícipe de algún lejano secreto. Pero, por el contrario, sí hay una inesperada Plaza del Egido y una casa, para más señas con el número seis de referencia y las paredes tan blancas como las tradicionales mortajas, que luce en su fachada castellana -apenas por encima de un balcón que recuerda, y mucho, a aquél otro desde donde unos inmortales Pepe Isbert y Manolo Morán arengaban a los ilusionados vecinos de Villar del Río a dar la bienvenida al Señor Marshall- no un escudo de armas, detalle, por otra parte, común al rancio abolengo de ésta arcana provincia pelendona, pero sí una estela funeraria medieval, que luce en su anverso una hermosa y significativa cruz paté. Lástima de entusiasmo por algo que en sí mismo no prueba nada. Lástima, también, de no saber qué muestra su reverso, para tener la oportunidad de conjeturar con honrosas comparaciones. Y sin embargo, a juzgar por el color con el que se ha rellenado el espacio vacío entre las aspas de la cruz, rojo, uno puede llegar a pensar, honestamente, que tal vez el propietario tuviera la misma intuición, o quizás supiera algo más. Porque, ¿no hubiera sido más lógico rellenar ese espacio con idéntico color blanco de la fachada?. Aunque después de todo, lamento borincano, más a menudo de lo que quisiéramos, debemos enfrentarnos con una Historia tan miserable como el avaro Míster Scrooge, protagonista felizmente arrepentido de un Cuento de Navidad.

Enfrente de ésta, y haciendo esquina, una hacienda venida a menos, tal vez rememore tiempos idos de abundancia y esplendor. Al menos, esa es la impresión que causa, a juzgar por las dimensiones de un solar, de forma rectangular, que en su momento debió de acoger una interesante ganadería, probablemente de índole ovina. Más adelante, donde el pueblo se hace puerta de salida al infinito camino, llama la aten ción un aviso de Coto privado de caza, colocado junto a unos tradicionales fardos de alpaca. Pocos símbolos quedan en los dinteles de las casas de Momblona; pero entre éstos, aún se localiza esa arcaica referencia celtíbera, generalmente utilizada como espantabrujas, que semeja una flor de seis pétalos.

Al otro extremo del pueblo, y casi perpendicular a la iglesia, una calle termina donde un pequeño edificio de amplios ventanales -quizás la escuela- agradece la sombra de un corto paseo flanqueado de álamos que, al igual que el caso anterior, invita también al viajero a dejar volar su imaginación por unos campos cuya infinidad, comparable a los océanos, alienta a reflexionar sobre las misteriosas Atlántidas que, ignoradas y perdidas, duermen el sueño eterno del olvido enterradas en el terruño.

De vuelta otra vez al camino, una pregunta relacionada con la estela funeraria de la Plaza del Egido, levanta ampollas en el ánimo del viajero: ¿pudo estar adosada a la perqueña ermita del cementerio de Alpanseque o, por el contrario, proviene del cementerio que, supongo, tuvo anexo la propia parroquial de Momblona?.

Como cantó Bob Dylan en aquéllos felices años setenta, quizás la respuesta, amigo mío, esté en el viento.



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(1) Ambrose Bierce: 'El diccionario del Diablo', Ramdon House Mondadori, S.A., 1ª edición, 2007, página 400.


(2) José Luis Herrero: 'Los nombres de lugar: la toponimia de Soria', archivo PDF,

viernes, 17 de febrero de 2012

Persiguiendo fantasmas por Alentisque

'En la torre

amarilla,

dobla una campana.

Sobre el viento

amarillo,

se abren las campanadas.

En la torre

amarilla,

cesa la campana.

El viento con el polvo,

hace proras de plata...' (1)




- ¡Cuánto trabajaron!, -dijo la anciana, vestida de arriba abajo con un traje tintado de sombra.

- ¡Cuánto trabajaron!, -volvió a repetir, señalando con su dedo huesudo hacia las interminables filas de sillares de la imponente parroquial. Después, elevando unos ojos tristes hacia la torre, cuya altura y robustez semejaban el brazo de un gigante intentando atrapar las nubes, añadió: es una bonita torre, ¿verdad?.

Asentí. Era una bonita torre, desde luego, sobre todo ahora, que los primeros rayos del sol apenas comenzaban a acariciar la sólida estructura de su campanario. Pero hacía frío; un frío condenado, intenso, astral; un frío capaz de herir mortalmente el pecho, como la punta de un afilado ariete abriéndose camino a través del anorak, del jersey y de la camiseta. Un frío en extremo duro. Un frío celtíbero. Un frío soriano...


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Evidentemente, la historia no comienza aquí. Su génesis se produjo una aburrida tarde de enero en Madrid, aproximadamente a esas horas somnolientas en que los atascos colman las arterias de la ciudad y la desesperación irrita a los esclavos del volante. Una tarde en la que, después de la eterna brega para encontrar aparcamiento, el que suscribe intentaba matar una bucólica y repentina enfermedad anímica, a golpes de Facebook e Internet. Hubiérase dicho que el Demonio Meridiano -quizás similar a aquél que cabalga los lomos de un caballo marino en el tímpano de la iglesia de Nª Sª de la Peña, en la segoviana Sepúlveda- rondaba, invisible, furtivo e ilegal, por la reducida cuadrícula de un piso de protección oficial, anciano en edad, pero reacio a jubilarse, que ha sido siempre mi hogar.


Una semana después del retiro voluntario y anual de los Magos a Oriente, las noticias sobre la crisis, convertidas en irritante cierzo, colmaban un universo interactivo, incendiando de ira y desesperación las ondas, mientras el fantasma del insumergible Titanic amenazaba con volver a tropezar -no en vano, fue construido por hombres- con el mismo iceberg que lo mandó a pique en 1912...¿o fue en 1929, con la Gran Depresión?; tanto dá; ahora bien, por supuesto, las rebajas, como era de esperar, habían adelantado la primavera en El Corte Inglés, poniendo la lombriz en el anzuelo del plato preferido de una trucha voraz, llamada Visa Electrón. Facebook continuaba siendo ese sucedáneo de la fraternidad, donde lobos y corderos confraternizaban por las parcelas acotadas del enlace, definiéndose a golpe de ratón, con la mediática sinceridad que conlleva un ocasional pero cortés a mí también me gusta. Recuerdo, con meridiana claridad, así mismo, unos golpes que hicieron tambalearse el techo, pero ETA había declarado el fin de la lucha armada, luego el terrorista no podía ser otro que mi vecino, embarcado en una de sus interminables chapuzas caseras. Horror de los horrores, en el reproductor MP3 el fantasma de Mozart se cachondeaba de la mediocridad de Farinelli y la Sinfonía 40 en G menor parecía un canto del loco cortejando a una Luna que, no por casualidad sino más bien por milagro, se dejaba ver, asomada a su balcón del infinito, por encima de unos tejados que comenzaban a albergar peligrosas capas de palomina.


¿Dónde encajaría la imaginación mosquetera de Alejandro Dumas, a un hábil espadachín celtíbero de la talla de Ángel Almazán? -me pregunté, observando aquél guantelete que acababa de lanzar en Facebook, en forma de unas extraordinarias fotografías que mostraban varias estelas funerarias procedentes de Alentisque. Sicario arrogante del cardenal Richelieu, acepté el reto, sin duda sopesando la posibilidad de iniciar una nueva aventura en los caminos, persiguiendo, lejos de la comodidad infame del sillón y el latrocinio gratuito e impune de la Red, la sombra de unos caballeros medievales, interesantes como pocos, pero terriblemente escurridizos: los caballeros templarios.



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Salir de casa cuando el resto del mundo está soñando al compás de la lira de Morfeo y el lucero del alba cuelga como un farol en esa relativa paradoja que es el Universo, conlleva una curiosa sensación de placer e irrealidad, difícil de describir. Es en ese instante, prácticamente imperceptible normalmente, cuando el hombre se convierte en cazador de sueños, internándose en caminos apenas iluminados por la mortecina luz de las farolas que le escoltan, como una guardia armada, fuera de la ciudad. Pasada ésta, la carretera se convierte en un bosque sombrío, de lobos feroces cuyas fauces se abaten sobre la luz de unos faros, que en ocasiones resulta insuficiente para amedrentarlos. Hay gasolineras fantasma, cuyo armazón abandonado deja en evidencia quimeras millonarias procedentes de lejanos imperios comerciales orientales, que intuyen a pensar que las taifas del petróleo están perdiendo parte de sus privilegios. Y más adelante, en el sempiterno kilómetro 103, la boca destila humores almendrados con el primer café de la mañana, mientras la Guardia Civil bosteza de aburrimiento frente a una tostada con mermelada de naranja, sin prestar atención a los cuentos de la abuela de los cazadores del alba. Ecos de la vieja Hispania visigoda, que nos acercan sin remisión a la Extremadura castellana.


Una vez dejada atrás la inmutable serenidad de Almazán, el viaje hacia Alentisque supone atravesar históricos terruños, barros elementales que ambientaron arcanas glorias, las cuales aún sobreviven entremezcladas con el exótico perfume azafranado de las leyendas. Neguillas, con su flamante Ayuntamiento a la entrada del pueblo y ese recuerdo de sumisión norteafricana en la palmera o árbol de los justos, que milagrosamente sobrevive no muy lejos de donde se ubica éste, a la vera de una parroquia -la de San Juan Bautista-, en cuyo tejado y campanario los gorjeos de las palomas parecen reivindicar los privilegios perdidos de los antiguos palomares que, cual chalets adosados, aún perviven en otros lugares de la provincia, no excesivamente lejanos, como Yelo. La noble y hermética Morón, la del gallo enhiesto cuyo cacareo se convierte en heraldo que precede la salida del astro rey, cuya espada flamígera -cual San Miguel in excelsis- triunfa sobre los velos del crepúsculo luciferino, ilumina los griales de su iglesia-colegiata y libera los humores alquímicos del marqués de Camarasa en la fachada de su antigua mansión, hoy día reconvertida en sucursal -al César lo que es del César- de Caja Duero.




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A la izquierda, anclada cual nave corsaria en ensenada amiga, el pueblo de Señuela duerme el sueño de los justos a la sombra de la torre medieval de su iglesia de Santo Domingo de Silos, su fragua y su horno comunal recién restaurados, mientras la escarcha se aferra, blanco sudario, a unos campos heridos de soledad. Al menos, son cinco los siglos de ventaja que ocultan el rastro de las herraduras de sus caballos. Si alguna vez hubo templarios en Alentisque -quizás dependiendo de la encomienda de Novillas- el pésimo maridaje entre tiempo e historia ha conseguido hacer de ellos el mal remedio de un recuerdo prácticamente inexistente. La parroquial de San Martín de Tours es imponente, no cabe duda; sin un estilo definido, y sí, por el contrario, receptora de un barroquismo neoclásico desprovisto de los interesantes currículums simbólicos propios del románico y del gótico. Pero basta un solo vistazo a su planta -se accede a su pórtico, a través de unas escaleras de piedra situadas en el muro que la circunda y la primera tierra que se pisa es la del que fuera su antiguo cementerio- resulta más que suficiente para no tener duda acerca de lo mucho que trabajaron los hombres de este pueblo para levantarla. De las estelas no queda rastro en el lugar; pero sí medio kilómetro más allá, en campo abierto, en ese preciso, específico lugar donde los cipreses creen en Dios y el polvo regresa al polvo esperando renacer de sus cenizas.


De la primitiva ermita sobrevive, reformado su tejado, un pequeño ábside, en cuyos canecillos se balancean, aguantando con mayor o menor fortuna los embites del tiempo, algunos de esos monstruos cuya ridiculez causaba desagrado en San Bernardo, pero que recordaba a los monjes, en todo momento, la cercanía del pecado, atrapando sus mentes con la sempiterna lucha entre el Bien y el Mal. Vistos desde la distancia, el cementerio y la malograda ermita, forman un conjunto indivisible, tal vez el armazón de una cuna ancestral que ha ido cobijando a su sombra a generaciones de sorianos. Clásicos, quizás en exceso, incluso para su hornada románica, exceptuando aquél que, cual red de pescador, denota una hábil cualidad del talista para con los nudos o entrelazados, sin que éstos lleguen a resultar salomónicos en ningún momento. La sencillez, cuando no la austeridad, pues, se acentúa al traspasar un umbral al infinito, que muestra una planta rectangular, que tal vez tenga un sosias en alguna constelación del inmenso cielo bajo el que se cobija. A escaso medio metro de la verja que custodia el acceso a la sacra reafirmación del altar, una antigua estela funeraria permanece anclada al suelo, semejando el brazo poderoso de un enhiesto menhir sobre el que convergen energías terrenales y celestes. Anverso y reverso, están grabados, sobresaliendo, en ambos casos, la familiar y patada cruz que, no obstante ajena al don de la exclusividad, sí puede, quizás, ser antorcha donde prenda, siquiera sea de manera fugaz, la llama de la sospecha. Salvo ésta y la losa funeraria romana que sirve como parte de relleno del cóncavo ábside, todo rastro de las demás estelas, parece haberse perdido. Y no obstante, el viaje -lejos de ser a ninguna parte- continúa tres kilómetros más adelante, en un lugar de cuyo nombre sí quiero acordarme: Momblona.


(1) Federico García Lorca: 'Poemas de cante jondo. Canciones', RBA Editores, S.A., 1998, página 25.

 
he acabado de verlo